martes, 28 de agosto de 2007

No hay interruptores para apagar mis sueños

Volví otra vez para descubrirlo. Detrás de cada buen viaje hay siempre, al menos, un buen par de enseñanzas. Ahora ya sé que es así. Es absolutamente imposible que deje de soñar cada vez que me levanto. Coleridge me descubrió este verano la diferencia entre fantasía e imaginación: para la primera es necesario el concurso de la experiencia individual, para la segunda, el hedonista recurso de la aventura sin afianzamientos. Fantaseo, pues, la mayor parte del tiempo, aunque esto es pura imaginación.
Hay días que se instala la tristeza a mi lado y crece como una maceta de geranios. Solamente el regalarme invenciones a mí mismo es la única válvula de escape. Llevo dentro contínuamente una cazuela donde preparo la mejor sopa del mundo, la que mi hija prefiere, y solo hay que esperar que el fuego crezca, el agua ebulla y la tapa empiece a vibrar. Sigo vivo, sigo en pie.
Mis libros son hábiles escalerillas como las que se usan en las librerías de pro para alcanzar los estantes mas inaccesibles, me ayudan a llegar más alto. Manuel Puig me conmovió con El beso de la mujer araña, me llevó a una red de ternura de la que no quise desasirme. El maestro Carlos Barral sigue dándome lecciones desde su libro-entrevista Almanaque, que felizmente descubrí en las estanterías de mi amada librería Michelena, en Pontevedra. Y no puedo seguir hablando de tanta letra impresa que vino , de nuevo, a quedarse en mi casa después de este viaje ingente, no llego a tanto. Esos libros han de pasarme primero a mí, después de mi retina.
Hay vidrieras a mi espalda con estampas de las chicas imposibles y los momentos perecederos. Yo ya miré tus ojos. Los mios estaban vidriosos. Aún así, pude comprobar que los interruptores estaban hábilmente manipulados para no cumplir su estúpida función.

viernes, 17 de agosto de 2007

Roulotte con ojos y oídos

Así es lo que soy en estos días dispares. Viajo y atrapo. Camino y sigo.
Encontré en una librería de Vigo La pista de hielo, el último libro que me quedaba por leer de Roberto Bolaño. Creo ya haber leído todos, y eso hace que me acometa una sensación de extraña tristeza, bastante absurda por otra parte puesto que ha sido así buscada por mí. Ahora siento que ya conozco el perímetro de la casa del escritor chileno, e incluso he entrado en sus estancias. Espero llegar a sorprenderme con nuevas grietas en la estructura de su edificio y poder así hincar mis garras con fiereza entre sus páginas, entre sus paredes.
Volví de la Sierra del Caurel absorto a la civilización, incluso con un jet lag nada inventado. Creo ser consciente de que las maravillas que he visto seré de los últimos en disfrutarlas. Lamentablemente, a parajes así le quedan pocas generaciones que les sirvan de testigos. No sé si esto último lo digo con tristeza o con convencimiento.
Volví a mi añorado Portugal, en esta ocasión para visitar Guimaraes y Braga. Responden al arquetipo de las ciudades lusas: una extraña mezcla entre un reloj que se paró hace décadas y una pujanza indudable. Pasear por sus adoquinadas calles, perderse en cualquier plaza recóndita, husmear entre sus tiendas anacrónicas, escuchar la cadencia seseante de su lengua es rozar la plenitud del instante, el no echar de menos nada. Portugal es un país que me seduce más y más cada vez. Un país que a los hot dogs les llama cachorros no puede nunca defraudar.
Y ya voy apurando estos últimos días de vacaciones lejos de mi isla. Siento ganas de volver a estar en casa, ordenar el inmenso baúl de libros y cachivaches que me traigo, y algo me tira más allá de lo usual para volver.
Encontré el otro día una gaseosa en Orense llamada José Luis González, así como suena, y esa muestra de surrealismo galaico me pareció que no hubiera desentonado nada en mi película fetiche Amanece que no es poco. Todo cuanto veo me desborda y me subyuga.
Todos los días proyectan delante de mis ojos una película que me mantiene atento. Nunca me cobraron entrada.

martes, 7 de agosto de 2007

Chicos que bajan de los chalets

Los chicos de los chalets de lo alto de la montaña estaban avisados de que habían comenzado las fiestas de verano en el pueblo. Yo era uno de ellos estos días, y me puse mis mejores galas para irme a Madrid. En el tren releía un libro de Carson McCullers, El corazón es un cazador solitario. En ocasiones, los títulos eligen también el momento adecuado para venirse con nosotros.
Y fui hasta allí para atosigar libreros con pedidos casi imposibles, para hurgar en las entrañas de las estanterías hasta encontrar el sueño inencontrable. Me sentí dichoso como uno de los Kennedy balanceándose entre las caderas de Marilyn. Contemplé atónito los últimos cuadros que pintó Van Gogh dos meses antes de suicidarse, y fantaseé con la posibilidad de aún salvarlo, simplemente mirando los óleos expuestos en el Thyssen. Hablar de libros, de poesía, del proceso creativo, de viajes y de todo lo que conlleva esa vorágine con quien lo hice, es querer hacer cierta aquella manida frase que nos recordaba que de Madrid, al cielo. Nunca fue tan cierto como entonces que las palabras ayudan a trenzar perímetros que forman islas. Todavía creo que pudimos habernos aprovisionado con algunos libros más, pero que se le va a hacer...
Y en el resto del camino, me encontré con una abubilla-bubela en gallego- que me acompañó un trecho lentamente, sin echarse a volar. No debía haberlo hecho, la desconfianza frente al humano es la garantía de su supervivencia. La belleza de la escena no impide que uno se alegre de la simpleza de la metáfora. Milana bonita, pensé para mis adentros.
Me aguarda la Sierra del Caurel, en la raya que separa Lugo de León. Un lugar al que deseé ir desde que leí sobre él. Viajes planificados desde las hojas que leo, palabras que actúan como raíles, futuros recuerdos que hacen las veces de combustible.
Creo que voy a darle esquinazo a mis amigos. No volveré a subir a los chalets. Voy a quedarme en las fiestas del pueblo para siempre.
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