Mi niña no me come
Y eso sí que es un problema, pardiez.
Distribuyo estratégicamente terrones de azúcar por las esquinas de su apetito.
Adopto la personalidad de un asaltabancos y, pasamontañas en ristre, la sorprendo en una esquina oscura y aviesa, y ni por esas.
En algún lugar de su nombre, de cuyo tacto no puedo olvidarme, he dispuesto una caja de aquel vino dulce que nos daban cuando niños, Kina San Clemente. Remedio infalible contra la inapetencia, decían los mayores. Tampoco cuela.
Pienso en ella cuando leo De una niña de provincias que se vino a vivir en un Chagall, de Blanca Andreu, un poemario que, aunque sólo fuera por su título, ya merecería ser leído. Dudo entre leérselo en la mesa como anticipo de postres extravagantes o regalarle un Chagall. Rien de rien.
Palabras, simples adobos de lo que se parapeta detrás de ellas. Palabras como cebos, como reclamos en forma de silbato de cazador de patos escondido entre cañas. Palabras aperitivo en la barra de un bar donostiarra, impactantes, generadoras de jugos gástricos por anticipado.
Ojalá me comiera a bocados. Terminaré aliñándome.