Caerse con todo el equipo
Es recurrente en la especie humana, y más concretamente en la subespecie hombres, la tendencia a relatar aquellas anécdotas en las que salen vencedores, capaces de salir a parar trenes con el pecho. Rara vez les oirán contar como metieron la pata, hicieron el ridículo más espantoso, o simplemente se equivocaron. He ahí la acción clave: reconocer que hemos sido nosotros mismos los culpables, los únicos y últimos responsables de lo que hagamos. Ésto entra en auténtica contraposición con el modelo social vigente: lo que se nos incita a hacer es exactamente lo contrario. Exige responsabilidades a los demás, no asumas tu parte de culpa. Una sociedad de auténticos mendrugos irresponsables, sin un mínimo grado de coherencia en cuanto a madurez social se refiere. Después del homo habilis, hemos ido evolucionando hacia el homo inhabilis, inhabilis sociabilis.
Bueno, toda esta perorata con burdas pinceladas antropológicas y sociológicas (no le hagan ustedes más caso a este detective del que se merece), viene a servir de entradilla a esos gloriosos momentos en los que me he visto envuelto en alguna secuencia digna de una peli de Buster Keaton. Siempre he estado convencido de que soy mas hijo de mis fracasos que de mis éxitos. De aquellos he aprendido, por lo menos, a reírme. De los otros, si los ha habido, no sé muy bien cual ha sido su utilidad. Intentaré, en la medida de lo posible, ir dando rienda suelta en este blog a esas meteduras de pata que tanto me hacen reír hoy, que tan mal me lo hicieron pasar en su momento...
Tenía veinticuatro años, era agosto y se abría ante mí un futuro laboral bastante prometedor. Me había planteado hacer un viaje por la península, sin ningún destino definido, pero tomando el tren como método preferente de viaje. Estaba en Madrid y decidí ir a Barcelona, ciudad que aún no conocía. Hete aquí que estaba sentado en uno de esos asientos en los que los del otro lado se sitúan frente a tí, cara a cara. No recuerdo en que estación subieron dos chicas italianas de una edad similar a la mía. Yo iba leyendo y no presté demasiada atención. Pasado un buen rato, con el rabillo del ojo, observé como me miraban con auténtica fruición, sin apenas pestañear. Seguí leyendo, aunque bastante sorprendido, no estaba (ni, por supuesto, estoy) acostumbrado a esas sorpresas. Ya me fue imposible concentrarme en lo que leía, y me dedicaba fugazmente a comprobar que las paisanas de Miguel Ángel seguían absortas en mi persona. Así era. "Que suerte tienes, mamoncete", pensaba internamente. Pisar por primera vez Barcelona, y en tan cinqueccenta compañía me parecía un regalo de los dioses, fueran los que fueran. Me levanté para ir al baño a peinarme un poco y admirar secretamente en el espejo el perfil dionisíaco en el que hasta entonces no había reparado, cuando me dí cuenta de todo. ¡Detrás de mí había una pantalla que proyectaba una película!. La mirada de ambas no iba por mí, sino por los bíceps del musculitos de la pantalla. Pasé de sentir que estaba rodando Sueños de un seductor, a sentirme un actor más de Extraños en un tren ...
Han pasado unos cuantos años y sigo muriéndome de risa cada vez que me acuerdo de aquel día, en primer lugar porque nunca he sido una persona presuntuosa. Por una vez que se me ocurrió imaginarlo, vaya chasco.
Desde entonces, cada vez que viajo en tren, pido siempre un compartimento individual, para no volver a montarme en una nube y hacerme vanas ilusiones.
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